Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial y el mundo más o menos empezó a funcionar de nuevo, Pedro Leopoldo Carrera llegó a Zaragoza, España, y se consagró ganador de un torneo internacional de billar. Era 1947 y desde entonces no pararía de crecer como deportista. Tanto que entre 1950 y 1954 fue cinco veces campeón del mundo de uno de los juegos más emblemáticos de una Buenos Aires que casi ya no existe, la de juegos de salón y billares. Tampoco se habla de Carrera, quien llegó a ser tapa de El Gráfico, ídolo deportivo y símbolo de la noche. Fumador, bebedor, mujeriego y amiguero. Y con una salud siempre precaria.
Al igual que tantos otros destacados deportistas que triunfaron internacionalmente durante el peronismo, con la Libertadora y el golpe de Estado del 55, Carrera cayó en desgracia y fue condenado al olvido. Uno de los primeros intentos por rescatar su memoria lo hizo la Fundación Konex, que en 1980 le entregó un platino. Aquella vez, Juan Manuel Fangio –el más veloz para esquivar el ostracismo que los militares ejercieron sobre los deportistas que, como él, fueron apoyados por el peronismo– recibió el de oro.
La licenciada en psicología Estela Calvo, aficionada a la historia, rescató la figura de Carrera en lo que primero fue un guión y luego un libro que se acaba de publicar: Una historia a tres bandas (Ediciones Ciccus). En sus más de 200 páginas cuenta a través de archivos y testimonios quién fue ese hombre cuyos restos descansan en el cementerio de Azul sin recuerdos de asociaciones, federaciones o clubes deportivos. Apenas una placa, la de su familia, en la que se lee un «Cariñosamente».
«No es que sea una historiadora, pero cuando alguna historia se cruza con lo que estoy viviendo o haciendo en un momento, mi interés rápidamente se vuelca hacia esa búsqueda. Con Carrera me pasó algo así, pero además me entusiasmó la riqueza del personaje y ahí sí puedo decir que investigué, porque fui mucho más allá de lo que había hasta el momento», cuenta Calvo, a quien le interesó Carrera porque había nacido en Tres Arroyos, una zona muy cercana a González Chaves, donde nació su papá. «A mi padre no le interesaba el billar, pero estaba incluido en esa masculinidad de época que menciono en el libro, hecha de tangos, de Rivero y Sosa y de encuentros de hombres en bares, donde no faltaban las cartas, los dados y el Cinzano con soda y fernet de cada día», rememora.
Un nieto de Carrera, Marco, logró comprar la casa de Azul en la que vivió su abuelo deportista con su familia. Allí, donde él también vive ahora, instaló un museo homenaje. Atesoró recortes de época y trofeos y sigue juntando cualquier cosa relacionada a su abuelo. Calvo pudo visitar ese museo y hablar con allegados a Carrera, como su hija, María Delia Carrera.
Cariñosamente le decían Carrerita. Su símbolo era un clavel blanco que marcaba, al mismo tiempo, su gusto por la elegancia. La única vez que no se lo puso –cuenta Calvo– fue cuando murió Eva Perón. No es vano, otro libro que también lo recuerda se tituló El hombre del clavel blanco, del autor y escritor argentino Luis Alberto Venosa. Había nacido el 19 de junio de 1914 en Tres Arroyos, Provincia de Buenos Aires, y a sus 13 años se fue del pueblo –apoyado en una sólida situación económica familiar– para estudiar en Buenos Aires. Tenía alrededor de 20 años cuando empezó a jugar billar en las mesas de bares del centro y a ganarles a tipos con más experiencia. Su figura creció tanto como el interés de la gente por verlo jugar.
Llenó el Luna Park y fue ovacionado en las calles de los alrededores. Cuando volvía con su título mundial, en Ezeiza lo esperaban multitudes de fanáticos. Los locales de billar quedaban chicos de tanto público. Alguna vez convocó 18 mil personas. Los medios masivos de comunicación se hicieron eco de semejante revuelo. También se dio el gusto de viajar, seguir ganando y batir récords. Convocaba escribanos que certificaban sus marcas para que no haya dudas. Así, fue cinco veces campeón mundial en distintas especialidades del billar entre 1950 y 1954.
Sus celebraciones no escatimaban gastos. Pagaba cenas a conocidos y desconocidos. Disfrutaba de esos momentos de gloria que se prolongaban hasta el amanecer. Se había casado con Delia Sala Sforzini, con quien tuvo tres hijos; sin embargo, repartía su tiempo entre el juego y las salidas. Y muchos viajes a Europa, donde era una referencia en el tema. Tuvo rivales de varios países: holandeses, españoles. Y todos le querían ganar.
Esa gloria disimulaba los problemas físicos. La tos le impedía dormir de corrido. Escribe Calvo: «Por las noches, según referencia de algunos amigos, tenía que vendarse y atarse las manos para no rascarse hasta sangrar. Sus prodigiosas manos en el mundo visible también ocultaban un intenso padecimiento». Tenía apenas 31 años cuando debieron internarlo por una peritonitis.
Fue columnista del periódico El laborista, donde escribía sobre el billar y su amor por el sur del país. Jugaba al fútbol y al tenis en Racing y le encantaba la natación. Pero el cigarrillo le truncó seguir con esos deportes. Una vez ironizó respecto del sueño de su padre de que estudie y se reciba de escribano o abogado. «Viejo, ¿te sirve éste?», le preguntó mientras le mostraba su primer título del mundo como jugador de billar. Fue asiduo del legendario «36 billares», donde compartió noches con Juan Duarte, el hermano de Eva. Por esa relación, dicen, consiguió el apoyo del presidente Perón, quien también –se lee en el libro de Calvo– le facilitó «la representación exclusiva para la importación de Bélgica de bolas, tacos, tizas, palos y todos los elementos significativos del billar». Como otros ganadores del deporte de entonces, fue beneficiado con permisos de importación de automóviles.
Cuando murió, el 2 de septiembre de 1963 en el Hospital Rawson, no tenía un peso. Sus amigos se hicieron cargo de los gastos de velorio y hasta Racing, club al que había representado en varias ocasiones, hizo sus aportes. Tenía 49 años. Hacía tiempo que no era el mismo ante la mesa de billar: le fallaba el pulso y le era imposible dominar sus manos para jugar. Después los problemas físicos se aceleraron y apareció la cirrosis.
En 1962 había sido invitado a jugar unas partidas en Bahía Blanca a modo de homenaje en vida. Una suerte de despedida anunciada; o un intento por disimular una decadencia indisimulable. Para entonces ya era un olvidado. No sólo por la desperonización, sino también porque fallaba en los negocios. «Con su salud cada vez más deteriorada y una economía que no acertaba a manejar con suficiencia, el rumbo se volvió más errático. La plata que ganaba no alcanzaba y los gastos en alcohol, cigarrillos, salidas y apuestas de juego fueron minando su economía, su salud, su matrimonio y sus habilidades para el billar», cuenta Calvo. Le debía dinero a algún amigo al que le prometía un pago que se le volvía imposible. Sus cheques eran rechazados por falta de fondos.
Hay una foto elocuente en Una historia a tres bandas: Carrera posa frente a una máquina de escribir, con menos pelo, delgado. Parece más grande lo que es. «Ya tenía la apariencia de un hombre vencido», lo describe Calvo. «Tristeza, agobio y vejez prematura en su mirada, en su cara, en su postura encorvada». Y remata: «Tenía sólo cuarenta y tres años y parecía de sesenta».