martes, 22 julio, 2025
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Hace 40 años, Jorge Luis Borges asistía al Juicio a la Juntas para escuchar la declaración de un sobreviviente

Jorge Luis Borges sorprendió a todos los presentes cuando llegó a la audiencia en el Palacio de Tribunales. Fue la primera y última vez que se acercó a escuchar un juicio oral, aseguró después de haber asistido a la declaración de uno de los sobrevivientes del excentro de detención, tortura y exterminio Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) de la dictadura de 1976.

La elección no fue casual, Borges podría haberse acercado el día de los alegatos de la defensa, el de la lectura del fallo o haber ido a escuchar a más de una de las partes. Pero no, con casi 86 años, el 22 de julio de 1985, decidió asistir en el momento que Víctor Melchor Basterra, un obrero gráfico y militante de base peronista, dio su testimonio en el Juicio a las Juntas.

Basterra había sido secuestrado en 1979, junto con su esposa y su hija de dos meses, de su casa. En la ex ESMA fue sometido a golpes y a la picana eléctrica durante su detención ilegal, que no terminó con la vuelta a la democracia, sino que se extendió hasta agosto de 1984 porque siguió bajo amenaza y vigilancia de la Prefectura.

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Después de escuchar la declaración que se extendió durante varias horas, el escritor argentino se retiró impresionado, antes de que terminara. Al irse, describe el reportero del Diario del Juicio, se armó un revuelo entre los periodistas sobre qué dijo Borges. No fue necesario preguntarle: horas después plasmó su mirada en una nota publicada en la agencia EFE y el diario El País de España.

Lo expresado en el texto dejó una marca en la historia argentina y su recorrido personal. Borges, que en un principio saludó la dictadura de Jorge Rafael Videla y se entrevistó con él, ya había empezado a desandar ese camino cuando en 1980 suscribió a la primera solicitada de las Madres de Plaza de Mayo. En 1983, además, se había reunido con el expresidente Raúl Alfonsín, en un claro gesto de apoyo.

El texto de Borges luego de escuchar la declaración de Víctor Basterra:

“He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz. Bajo el suplicio había delatado a sus camaradas; éstos lo acompañarían después y le dirían que no se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas sesiones cualquier hombre declara cualquier cosa. Ante el fiscal y ante nosotros enumeraba con valentía y con precisión los castigos corporales que fueron su pan nuestro de cada día. Doscientas personas lo oíamos, pero sentí que estaba en la cárcel. Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron en ella no pueden salir nunca. De este o del otro lado de los barrotes siguen estando presos. El encarcelado y el carcelero acaban por ser uno. Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios; el mártir, con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita.

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De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de sí mismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal.

¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedrío. Descreo de castigos y de premios. Descreo del infierno y del cielo. Almafuerte escribió: «Somos los anunciados, los previstos, / si hay un Dios, si hay un punto omnisapiente; / y antes de ser, ya son, en esa mente, / los Judas, los Pilatos y los Cristos».

Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice.

Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el código civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer”. Borges, 1985.

LM/ML

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